Por Melanie Beard
Hay paisajes que nos incitan a contemplarlos en silencio, como si uno temiera quebrar con palabras la perfección del instante. Así es Blanket Bay, un rincón escondido donde la tierra parece detener el tiempo, donde el lago Wakatipu refleja las cumbres de los montes Humboldt y la calma intacta de lo esencial.
El mundo se vuelve suave en esta orilla, donde la arquitectura se mezcla el paisaje, lo acompaña con respeto. Las construcciones de piedra y madera emergen como parte del entorno, abrazadas por el follaje y la brisa. En el interior, cada espacio invita al recogimiento: chimeneas encendidas, ventanales abiertos a lo inmenso, habitaciones que son abrigo sin peso, refugio sin encierro. Todo huele a naturaleza, a artesanía, a silencio bien elegido.


El espectacular hotel Blanket Bay es una de las joyas de Nueva Zelanda. Ser parte de Relais & Châteaux es una promesa. Una promesa de autenticidad, de lujo sin artificios, de hospitalidad que nace del alma. Blanket Bay honra esa promesa con cada detalle, con cada gesto. Aquí nos seduce una elegancia que fluye, como el agua de los glaciares que baja por las montañas cercanas.
En este edén las posibilidades se despliegan como una carta escrita por la propia geografía: sobrevolar fiordos en helicóptero, caminar entre las sendas del Parque Nacional Mount Aspiring, sentir la velocidad vibrante de un bote que corta el río, lanzar una línea de pesca sobre aguas heladas. Y para quienes prefieren escuchar en vez de avanzar, el spa espera con su calma líquida, el bar murmura con sus vinos perfectos, y los sillones invitan a no hacer nada, a simplemente estar.


Aquí, entre la grandeza de lo salvaje y la delicadeza de lo íntimo, uno descubre que el lujo verdadero está en lo que se sentimos cada instante. En ese gesto amable, en esa copa servida sin prisa, en la forma en que el viento acaricia los ventanales al caer la tarde.
Dentro de Blanket Bay, donde el paisaje es una obra maestra natural, el restaurante del hotel se convierte en su más delicada interpretación. Bajo la dirección del chef Dan Reynolds, cada plato es una expresión del territorio, una sinfonía de sabores que celebra la generosidad de Nueva Zelanda. Su menú nos invita a escuchar a la tierra: los productos llegan frescos, vibrantes, cargados de historia y origen. Hay un respeto profundo por cada ingrediente, una reverencia casi sagrada por quienes lo cultivan o lo recolectan. La cocina se presenta como un acto de gratitud, un puente entre lo que crece y lo que emociona.


La propuesta culinaria es contemporánea y luminosa, definida como una danza entre Europa y el Pacífico, donde los colores vivos, las texturas contrastantes y los sabores limpios invitan a descubrir lo inesperado. Cada bocado puede ser suave como un susurro o crujiente como la brisa en los álamos, pero siempre preciso, siempre honesto. Cada plato busca conmover con autenticidad y la experiencia sorprende, seducen, nos deja llevar por una narrativa silenciosa que empieza en la tierra y termina en el alma.
Cuentan que a pocos kilómetros de Blanket Bay, existe un valle que se llama Paradise. Dicen que su nombre puede venir de unos patos con plumaje iridiscente que brillan como gemas al sol, o quizás del propio paisaje que parece tocado por una bendición secreta. Esos patos, los Paradise ducks, eligen una sola pareja para toda la vida. En su historia silenciosa vive también el espíritu de este lugar: la permanencia de lo que es verdadero, la belleza de lo que no se desgasta. Las memorias de Blanket Bay, la luz del sur, el perfume del bosque húmedo, el sentimiento de una quietud que no se olvida y de un silencio que tiene sabor.