Hotel Rodavento: un suspiro entre árboles y sueños

Por Melanie Beard

En el corazón del bosque de Valle de Bravo, donde el tiempo parece deshilacharse en murmullos de hojas y suspiros del viento, descubrí un rincón suspendido entre ramas y estrellas. Hotel Rodavento se respira, se siente en la piel como una caricia de bosque, como un secreto que se cuenta en voz baja entre los árboles. Sus suites, elevadas en plataformas, parecen flotar en el aire, separadas entre sí por el susurro de la naturaleza. Cada una guarda su propio refugio, su propio universo de calma, donde el silencio se mezcla con el canto de los pájaros y la vista se pierde en verdes infinitos.

Abrir la puerta de mi habitación fue abrir un portal: una terraza amplia me invitó a contemplar el bosque sin filtros ni barreras. Ahí, con una copa de vino en la mano y el alma descalza, disfruté de espacio, de privacidad, y ese aroma inconfundible de tierra mojada y madera antigua. Rodavento es una pausa elegante en medio del vértigo cotidiano, una inmersión sensorial donde la arquitectura se pliega con humildad ante la majestuosidad de la naturaleza.

Fue en su spa donde mi cuerpo encontró un nuevo lenguaje. Cada momento en Spa Rodavento es un rito de purificación. Me deslicé entre albercas de distintas temperaturas, dejé que mi piel bebiera del calor del sauna, y permití que cada gota de agua me contara historias milenarias. El hammam, íntimo y etéreo, parecía tejido con vapor y memorias. La experiencia culminó en un masaje que me devolvió al mundo con el cuerpo liviano y el corazón en calma.

Las noches en Rodavento tienen algo de hechizo. Al bajar al restaurante, me recibió una vista de ensueño: el lago titilando a lo lejos, como si cada estrella hubiera bajado a bañarse en su espejo. La Cocina de Rodavento es un poema servido en platos: cada bocado lleva la firma del Chef Efraín Mondragón, cuya alquimia transforma ingredientes locales en arte comestible. Probé un filete que parecía haber sido cocido al ritmo de la brisa y un postre que selló la noche como un beso dulce y fugaz.

En la mesa, el tiempo se detuvo. La gastronomía de Rodavento alimenta solo el cuerpo y también las emociones. Cada platillo es una narrativa que celebra la tierra y sus sabores, un homenaje al entorno que lo rodea. El Chef Efraín Mondragón compone sinfonías con ingredientes locales, y cada creación suya llega al plato con la elegancia de lo simple y la fuerza de lo auténtico. Degustar aquí es viajar: a través de texturas, aromas y colores que despiertan memorias o las inventan. El vino acompaña como un cómplice discreto, mientras la vista al lago —imponente y serena— convierte cada comida en una ceremonia íntima, casi sagrada.

Sin embargo, Rodavento no se queda en la contemplación. Su alma también late con fuerza y adrenalina. Me atreví a tomar una clase de arco y flecha, una de sus famosas «rodaventuras». Al sostener el arco, sentí el pulso antiguo de los bosques. La cuerda tensada era un puente entre pasado y presente, y cada flecha lanzada llevaba una parte de mí, ligera, volando entre los árboles.

La experiencia Rodavento es un viaje hacia adentro, orquestado con detalles que acarician todos los sentidos. Cada rincón es único; desde el diseño interior de las suites hasta las caminatas matutinas entre niebla y rocío. A menos de dos horas de la Ciudad de México, esta joya hotelera es una revelación, es ese tipo de lugar que uno guarda en el alma como un perfume que marca la memoria, al que se regresa en sueños y al que, sin duda, se volverá con los pies.