Donde la historia se funde con el sabor

Por Melanie Beard

En esta ciudad palpitante donde el tiempo juega a disfrazarse entre muros antiguos y aromas modernos, me dejé llevar por la promesa de lo sublime, siguiendo un mapa invisible hacia tres santuarios donde la historia se funde con el sabor. Cada uno, un poema servido en platos, cada uno, una casa que susurra memorias bajo techos altos y vitrales que filtran la luz como si el sol también quisiera quedarse a cenar.

La primera puerta que se abrió ante mí fue la de Les Moustaches, esa joya discreta envuelta en elegancia francesa, un rincón de París anclado en la colonia Cuauhtémoc. Ahí, en una mansión porfiriana que parece flotar sobre la década de los veinte, me senté entre candelabros y cortinas pesadas, como si fuera una invitada en la casa de un noble exiliado. El tiempo se detenía con cada bocado de filete al foie gras, la mantequilla hablaba francés, el vino hablaba en susurros.

En cada rincón de ese comedor ondea una nostalgia bien planchada, con meseros que interpretan un ritual de impecable cortesía. Me vi en el reflejo de los espejos antiguos y pensé que quizás el alma también se nutre de belleza cuando la belleza es servida con elegancia, al son de notas de piano en vivo.

Después crucé el umbral de Casa D’Amico, en el corazón de la Polanco, donde una residencia art déco, antes refugio de artistas y silencios, se ha transformado en una oda a la cocina italiana del sur. Las escaleras, la piedra y el mármol guardan secretos de otras épocas, y hoy sus muros huelen a albahaca, a pan horneado, a vino que canta.

En esa casa, los fantasmas de antaño bailan tarantella mientras los platos se llenan de colores que provienen de la mente creativa del chef Walter D’amico: una burrata que se deshace como promesa cumplida, una pasta fresca que habla con el acento de Nápoles. Comí bajo una lámpara que alguna vez fue testigo de confidencias y bailes clandestinos, y por un instante, el presente y el pasado parecieron besarse en mi copa de vino.

Luzia – Maison de Mar y Campo – es un cuento narrado con plantas colgantes y un alma bohemia que abraza a quien cruza sus umbrales. Ahí todo sabe a arte: la cocina, sí, pero también las paredes, los tragos, la música. En Luzia, cada platillo es una pintura viviente, cada cóctel un poema líquido.

Me perdí entre sabores que no buscan definirse, una fusión del Mediterráneo con ingredientes sinaloenses; como la crema de queso burrata con miel de abeja, pistache tostado y fruta de temporada. Sentada junto a un ventanal que alguna vez miró a tranvías y señoritas con guantes de encaje, pensé que comer también puede ser un acto de rebelión, de gozo puro, de hedonismo sin culpa.

Tres casas, tres tiempos, tres maneras de rendirse al encanto de esta ciudad que nunca deja de reinventarse. Les Moustaches me enseñó el arte del ritual, Casa D’Amico el sabor del recuerdo, Luzia la locura de lo efímero. Entre todas, construyeron una sinfonía de texturas, aromas y memorias que ahora viven en mí, como una colección secreta de instantes perfectos. En la Ciudad de México, basta con abrir una puerta antigua para descubrir que el alma también tiene paladar.