Bocados con alma: Tres nuevas joyas culinarias en La Roma

Por Melanie Beard

En la entrañable Roma, donde el tiempo parece suspenderse entre árboles centenarios y fachadas que murmuran historias de otro siglo, el alma de la ciudad se reinventa sin cesar. Caminar por sus calles es un ejercicio de los sentidos, una danza entre la nostalgia y la vanguardia, y hoy, más que nunca, este corazón palpitante de la Ciudad de México se adorna con nuevos templos del placer: tres espacios que seducen el alma con cada detalle, cada aroma, cada sorbo.

En una esquina donde la luz de la tarde se posa como un susurro dorado, ha llegado La Cabrera, joya nacida del alma argentina, que trae consigo el arte de honrar la carne como un acto de amor profundo. Un altar donde el fuego se convierte en poesía, y los cortes, en protagonistas de una ópera silenciosa. Las mollejas crujientes, los jugosos bife de chorizo, y las guarniciones que llegan como una lluvia de colores y texturas, crean una sinfonía que trasciende el paladar.

El chef Marcelino, alma detrás de La Cabrera en la Roma, domina el fuego con la precisión de un alquimista y la pasión de un auténtico parrillero argentino. Su cocina es un homenaje a la carne, donde cada corte se convierte en un acto de amor al oficio. Aquí, el tiempo se desdibuja entre tintos robustos y conversaciones que fluyen como las notas del tango.

Almamía seduce como un suspiro perfumado de flores nocturnas. Su nombre evoca raíces, corazón, y un suave misticismo que se revela en cada rincón. Este refugio culinario parece haber nacido del deseo de reconectar con lo esencial, con esa cocina que acaricia, que nutre, que no olvida. La propuesta es audaz sin estridencia: platos que combinan el respeto por el producto con una sensibilidad que roza lo espiritual.

En Almamía el mole oaxaqueño, elaborado en fogones tradicionales, se sirve con pan de elote asado y puré de plátano macho, como una ceremonia que honra la raíz y el tiempo. El risotto con callos St. Jacques, queso de cabra y mole negro es un encuentro sublime entre mar y montaña, donde la cremosidad del arroz abraza la intensidad ancestral del mole con una elegancia inesperada. El maíz, el chile, las hierbas, los fondos cocinados con paciencia y amor, convergen en creaciones que tienen algo de hechizo.

Entre los pliegues más refinados de esta nueva ola sensorial, Esca emerge como un secreto compartido sólo entre quienes saben buscar belleza en lo inesperado. Su cocina se presenta como un acto de precisión y arte, donde cada elemento en el plato parece haber sido colocado por un poeta obsesionado con el equilibrio. Esca canta en susurros; es un lugar para almas curiosas, para quienes gozan del silencio que deja una cucharada de algo sublime.

La propuesta del chef Tobías Petzold es un relato. Cada platillo parece contar una historia, escrita con ingredientes precisos y emociones reconocibles. Probé la esfera de parmesano con trufa: un bocado que se derrite como si supiera que no necesita convencer a nadie. Luego, el kampachi crudo llegó como una caricia marina, delicado y fresco, como si lo hubieran traído directamente de una ola lejana. El mar, el campo, la huerta… todo confluye aquí, en platos despiertan memorias de viajes imaginarios.

La Roma se convierte, una vez más, en escenario de una nueva era de sabor y sofisticación. Cada uno de estos espacios refleja la excelencia gastronómica que México puede ofrecer y lo hace con un respeto profundo por el entorno, por la historia, por esa intangible emoción que se siente al cruzar una puerta y saber que estamos a punto de vivir algo extraordinario, disfrutar de bocados con alma.