Casa Kuri: Un Viaje Íntimo al Corazón del Levante

Alexis Beard

Hay viajes que comienzan sin necesidad de boletos ni maletas. A veces basta sentarse a la mesa correcta, dejar que los aromas se abran paso y permitir que la memoria —propia o heredada— despierte. Casa Kuri es ese tipo de lugar: un refugio donde la gastronomía se convierte en puente, donde el alma reconoce sabores que nunca había probado, pero que, de algún modo, recuerda.

La experiencia se despliega en ocho tiempos, como un relato antiguo contado en voz baja alrededor de una mesa llena. No es un menú: es un ritual. Un recorrido que honra la hospitalidad libanesa, esa forma de amar que se expresa sirviendo, compartiendo, repitiendo, insistiendo en que comas un poco más.

El primer bocado fue un kebab de salmón. Jugoso, envuelto en hojas de col y acompañado de tomate vivo y pita tibia. Había en él un abrazo entre fuego y agua, una historia contada sin palabras. La pita sabía a manos, a familia, a esos hornos que guardan generaciones.

Le siguió el jocoque: denso, honesto, sin adornos. Luego, los tres pilares del Levante:
Hummus, suave como una caricia;
Baba ganoush, ahumado como la tarde después de un incendio controlado;
y de nuevo, jocoque, firme, luminoso, seguro de sí.

Las hojas de parra llegaron en dos versiones: una rellena de carne, otra de arroz. Dos formas de contar el mismo poema. Sus sabores tenían una nostalgia que no pertenecía a nadie en particular, pero que todos reconocimos.

El kippe de carne fue una revelación: dorado por fuera, perfumado por dentro, como si cada especia hubiese sido colocada con intención certera. Después, el arroz con lentejas y col —plato humilde, ancestral— nos sostuvo desde la raíz. No era complejidad lo que ofrecía, sino verdad.

Las papas con za’atar, paprika y jocoque danzaron entre lo terrenal y lo místico. Cada bocado parecía despertar un idioma dormido en el paladar.

La llegada del postre fue como el descenso lento del sol en un desierto tranquilo.
Baklava melosa, dedos de novia delicados como plegarias, y un pastel de dátil, chocolate oscuro y betabel: profundo, inesperado, como un eclipse íntimo.

Entonces, el café turco con cardamomo. Espeso. Aromático. Un último recordatorio de que lo que importa nunca se va de inmediato —permanece.

Casa Kuri no solo se prueba. Se escucha. Se siente. Se agradece. Es una mesa abierta al mundo, donde los recuerdos se sirven calientes y el corazón se llena sin aviso.