Deby Beard
En Sídney, donde el cielo se tiñe de azul intenso y el mar se cuela entre velas blancas y rascacielos de vidrio, encontramos un lugar que nos hizo sentir en las alturas —no solo por su ubicación, sino por la forma en que cuida cada instante. El Shangri-La Sydney se alza entre The Rocks y Circular Quay, como un faro de elegancia que observa en silencio el ir y venir de la ciudad más vibrante de Australia.
Desde nuestra habitación, la vista nos robó las palabras. Frente a nosotros, la silueta majestuosa del Opera House flotaba sobre la bahía, y más allá, el Harbour Bridge abrazaba el horizonte. Podíamos pasar horas allí, junto a la ventana, viendo cómo el sol transformaba la superficie del agua y cómo la noche encendía el contorno de los íconos más emblemáticos de la ciudad.

El Shangri-La es más que un hotel; es una experiencia vertical. Desde la recepción, donde todo transcurre en un susurro de mármol y flores frescas, hasta las habitaciones, donde cada detalle —ropa de cama impecable, amenities con aroma a loto, baños de mármol con vista— parece diseñado para acariciarnos.
Cada mañana comenzaba en Altitude, el restaurante en el piso 36, donde el desayuno parecía flotar entre nubes. Frutas tropicales, pastelería francesa, jugos recién exprimidos y un café tan suave como el clima de Sídney en primavera. Y, por supuesto, esa vista: siempre presente, siempre hipnótica.

Las tardes nos encontraban en el CHI, The Spa, donde el tiempo se disolvía entre vapores, masajes y aguas tibias. Después de recorrer la ciudad, el regreso al hotel era un regreso a nosotros mismos.
Una noche decidimos quedarnos en Blu Bar on 36. Pedimos un cóctel de autor, nos sentamos junto al ventanal y dejamos que la ciudad se desplegara bajo nuestros pies. No hablábamos mucho. Sídney lo decía todo por nosotros: las luces, los barcos, la música lejana del puerto.

El servicio en Shangri-La Sydney tiene esa mezcla perfecta de discreción y calidez. Cada gesto parece natural. Cada sonrisa, auténtica. Nos sentimos cuidados sin sentirnos observados, acompañados sin que nadie interfiriera en nuestro ritmo.
Al despedirnos, supimos que ese rincón de Sídney quedaría en nosotros. Porque hay hoteles que se visitan, y otros que se recuerdan como se recuerdan los viajes transformadores: con una mezcla de gratitud, nostalgia y una promesa tácita de volver.

