Un poema para el paladar del alma: Ramona

Por Melanie Beard

En Cancún, donde el sol parece acariciar el alma y el mar murmura historias antiguas en tonos turquesa, existe un rincón donde la cocina se transforma en rito y la noche en confidencia. Ramona es un altar donde la tradición mexicana se sienta a cenar con la poesía. Allí estuve, envuelta en la tibia caricia del viento caribeño, mientras las luces tenues dibujaban sombras sobre las mesas y un cuarteto entonaba canciones que parecían flotar entre los comensales como mariposas sin prisa.

Me trajo aquí una especie de sed espiritual. Una necesidad de belleza, de pausa, de un festín que tocara las fibras más suaves del ser. Desde el primer instante, supe que Ramona ofrecía una experiencia sensorial que se mueve entre lo ancestral y lo sublime, entre la raíz y la estrella. Me recibió una mesa que parecía esperarme desde hace años, una copa de vino rosado que brillaba con el color exacto del atardecer que había visto minutos antes. Al primer sorbo, todo se volvió más lento, más profundo. Comenzó el desfile de platillos, cada uno como un capítulo de un libro escrito con fuego, sal y paciencia.

El tamal colado fue una revelación. Una nube cálida atrapada en la fragancia húmeda de la hoja santa. Al centro, un queso de cabra tímido, que no gritaba su presencia sino que susurraba recuerdos de infancia, de fogatas, de manos sabias amasando historias. Luego, el tuétano. Una ceremonia pagana, una fiesta de excesos sutiles. Sobre el hueso abierto, como un templo al placer, danzaban los escamoles: joyas vivas de la tierra, cremosas y crujientes, abrazadas por fideo seco que crepitaba como leña. Un platillo que no pedía permiso, sino que tomaba el alma por asalto y la elevaba, ruda y bella, al altar de los sentidos.

El mar, celoso, no tardó en reclamar su protagonismo. Y lo hizo con un bogavante digno de leyendas: firme, dulce, arropado por perlas de caviar que brillaban como secretos susurrados al oído. A su lado, un esquite que no era solo maíz, sino canto: cada grano un acorde, cada mordida una promesa cumplida. La cocina mexicana no necesita adornos: le basta con hablar desde su raíz, desde su verdad, con la fuerza de quien ha vivido muchos siglos y aún se asombra del fuego.

Y cuando creí que el éxtasis había alcanzado su cumbre, apareció el cordero. Oscuro, generoso, con la carne tan tierna que parecía hablar. Su salsa, cocida con cerveza como quien hierve un poema, tenía algo de alquimia. A su lado, un cuernito de papa, humilde y dorado, que crujía como hojas secas bajo los pies en un bosque imaginario. El rosado seguía acompañando, juguetón y fresco, como si también bailara con la música. Porque en Ramona, la música no es fondo: es alma. Las voces de los músicos eran agua, eran viento, eran puente entre los sabores y el corazón.

Llegó el postre como llegan los sueños: suave, inesperado, necesario. Y lo saboreé como quien se despide de una noche perfecta, con la certeza de que lo vivido no se repetirá jamás, pero quedará grabado para siempre en ese rincón sagrado que todos llevamos en el paladar del alma.

Cerré los ojos muchas veces esa noche para guardar en la memoria el instante mismo en que lo probé. Porque en Ramona, el tiempo se detiene, se expande, se convierte en materia comestible. Allí, cada platillo tiene memoria, cada bocado es un rezo, cada mesa es un santuario.