Puentes de sabor entre México y Japón

Por Melanie Beard

La Ciudad de México se mide por sus sabores. En sus calles vibrantes y sus torres de cristal, descubrí tres santuarios japoneses que seducen, que abrazan, que murmuran a los sentidos. Poemas servidos en platos, secretos que se revelan en forma de nigiri, temaki o dumpling, y que transforman lo cotidiano en un instante suspendido:

Fue en Nobu, bajo la piel pulida de Arcos Bosques, donde comencé este viaje sensorial. Allí, entre las luces suaves y las risas que flotaban como espuma de sake, celebré mi cumpleaños. Un ritual íntimo de sabores lujuriosos y caricias comestibles. Probé los tacos de lechuga con bacalao negro —una danza de contrastes—, donde el crujido vegetal se abrazaba con la ternura del pescado glaseado como dos cuerpos que se reconocen sin palabras.

Luego, los camarones roca: atrevidos, dorados, con una salsa que serpenteaba entre el juego infantil y el deseo adulto. Y los dumplings de wagyu y foie gras, cerrados como cofres diminutos con un corazón ardiente, envueltos en un teriyaki de higo que me hizo cerrar los ojos. Era un susurro. Un gemido en forma de sabor. El postre —ese plátano macho que se deshacía en mi boca como un recuerdo tierno— selló la experiencia como un último beso que uno quiere alargar.

Días después, en el bullicio estilizado de Santa Fe, llegué a Onomura. Allí todo es orden, precisión, calma que no duerme. Un templo de maderas claras y silencios sabios, donde los chefs mueven las manos como si fueran calígrafos del gusto. El nigiri de hamachi me habló en voz baja; el de anguila con foie gras, en cambio, me tomó por la cintura y me hizo girar. Cada pieza era un acto de respeto, una declaración estética.

Los handrolls, cálidos y crujientes, nos transportan a través de los sentidos a Japón. Probé los enokis a la mantequilla, que llegaron chispeando como secretos recién descubiertos: delicados, intensos, imposibles de olvidar. Y bebí un cóctel con yuzu que sabía a jardín mojado, a risa inesperada, a un rincón del alma donde todo está en equilibrio. Onomura es un refugio donde el Japón moderno se vuelve suspiro y precisión en medio del vértigo urbano.

Fue en Ishi-ko, entre las sombras tranquilas de Lomas, donde encontré algo cercano al alma. Entrar allí es entrar en una ceremonia invisible, donde la chef Zule comanda sin voz, con la mirada de quien conoce el lenguaje secreto del arroz y el cuchillo. Su cocina no impresiona: conmueve. El nigiri de kampachi con mantequilla fue un haiku perfecto: una nota sutil, redonda, que se deshace antes de ser comprendida.

Luego vino la anguila, dulce y ahumada como una despedida que no duele. Fue el temaki de salmón, con su piel crujiente y su centro cremoso, el que me hizo sonreír desde lo más hondo – la elegancia del pescado y la técnica profesional de su creador fueron perfectos. Ishi-ko invita, susurra. Te sienta en la mesa como si fueras parte de una historia que aún se está escribiendo.

Entre tres mesas, tres atmósferas, tres interpretaciones del Japón. En estas joyas culinarias la gastronomía es una forma de amar. En cada uno de estos espacios viví un instante sagrado, una pequeña epifanía servida en platos de porcelana, donde cada sabor es un puente de sabor México y Japón.