Amistad, lealtad o traición entre mujeres

¿qué nos dicen esas palabras?

Justo unos días antes de empezar a escribir este artículo, un amigo me envió un correo que pretendía ser chistoso acerca de las mujeres, una de las frases decía: “¿Para qué entender a las mujeres? Ellas se entienden y no se soportan”. Me impresionó, pero confieso que no me es un concepto totalmente desconocido. Siendo una niña ruda, prefería la compañía de los niños a la de otras compañeras. No las entendía. Los chicos me parecían muy simples, sólo había que correr, jugar y resistir el embate, pero era fácil.

Casi durante los 6 años de primaria, formé parte de un grupo de aproximadamente ocho amigas. Recuerdo que, al reunirnos, hablábamos mal de la que estuviera ausente burlándonos de lo que nos pareciera ridículo en ella, su familia, su forma de vestir, etc. Una de ellas, Elenita, era la reina, así la tratábamos, todas queríamos ser su mejor amiga y competíamos por su atención, aun a costa de traicionarnos unas a las otras.

Lo mismo pasó en secundaria y en preparatoria. Formábamos grupos cerrados de “amigas” con diferentes nombres y diversas formas de ser, pero siempre complicadas y bastante selectivas. Fuera del grupillo de primaria, que se desbarató al entrar a secundaria, nunca pude realmente pertenecer a ningún otro, no sé exactamente el porqué, pero era muy difícil relacionarme con otras mujeres.

Paradójicamente, llevo años trabajando en grupos de mujeres. Supongo que elegí hacer esto como una forma de sanear mi propia relación con lo femenino.

Las lecciones que aprendimos de mamá, de la forma en que ella nos amó y la forma en que ella se amó, permanecen en nosotras de por vida. Nancy Friday”

Uno de los temas que para mí han sido muy importante en este camino de integración es el de la competencia entre mujeres. Años atrás, había leído el libro de Mi madre, yo misma de Nancy Friday. Una excelente obra, donde la autora nos revela mucho del misterio de la relación madre-hija y cómo ésta nos afecta de manera tan profunda en nuestra percepción del mundo.

En palabras de Friday: “nuestra madre nos educa para ganarnos el amor de las personas. No nos entrena en las emociones de rivalidad que nos hacen perderlo. Sin esa experiencia práctica en las reglas que hacen de la competencia algo sano, nos aterra su ferocidad. Al nunca habernos enseñado a ganar, no sabemos cómo perder. A las mujeres no nos enseñan a competir de manera caballerosa”.

Las madres compiten con las hijas, ante ellas surgen todos los asuntos no resueltos con sus propias madres, hermanas, amigas —como sus posibles celos con papá, ahora el esposo, frente a la juventud de la hija—, y muchos otros aspectos. Pero la competencia está y la transferimos a otras mujeres conforme vamos madurando, y el hecho de no aceptarla abiertamente crea profundos conflictos entre mujeres que no son reconocidos, pero sí actuados. Nuestras envidias, celos y rivalidades con otras mujeres, hoy en día, tienen raíces profundas en la relación con la madre y con nuestra propia percepción de nosotras mismas. Es importante que nos demos cuenta de ello para buscar formas de reconciliación con la mujer que somos. Mientras no logremos sanar esta relación tan íntima dentro de nosotras, nos encontramos sin los recursos para lograr una buena relación, de igual a igual, con el sexo opuesto.

No importa si creemos que somos totalmente diferentes a nuestra madre, porque ella fue ama de casa y nosotras tenemos una profesión, o porque ella dependió afectivamente de un hombre toda su vida y nosotras nos sentimos muy independientes. En el fondo los condicionamientos son los mismos. Y lo podemos notar cuando nos involucramos en triángulos amorosos compitiendo con otras mujeres (mamá) para ganar el amor de un hombre (papá). Cuando criticamos y juzgamos a otras mujeres, en la base existe una envidia porque ellas se permiten lo que nosotras no. ¿Cuántas veces, ya como adultas, nos reunimos entre mujeres y destrozamos a las ausentes, tal como lo hicimos de niñas y adolescentes?

Quizá hemos logrado la libertad en cuanto a no depender económicamente de un hombre, pero seguimos aterradas del mundo y de los hombres, quizá colgándonos de ellos emocionalmente o asilándonos en nuestro trabajo por el terror de caer en un patrón que aprendimos de mamá y de las otras mujeres de la familia.

Queremos ser reinas, pero actuamos como pequeñas princesitas caprichosas. ¿La diferencia? Para ello citaré a Marianne Williamson, en su libro El valor de lo femenino: ¿Qué es una princesa y qué es una reina? (…) Una princesa es una niña que sabe que llegará, que quizá esté en el camino, pero que aún no ha llegado. Tiene poder, pero aún no lo maneja con responsabilidad. Es indulgente y frívola. Llora, pero aún no derrama lágrimas nobles. Patalea y no sabe cómo contener su dolor y usar su creatividad. (…) Una reina es sabia. Se ha ganado su serenidad. No se la han regalado, sino que ha pasado sus pruebas. Ha sufrido y es más hermosa por ello. Ha demostrado que puede mantener su reino en pie. Se ha convertido en su propia visión. Se interesa profundamente en algo más grande que ella misma”.

En mis propias palabras: “una reina es una mujer generosa, que se acepta imperfecta y vulnerable y, por lo mismo, es capaz de aceptar a otras mujeres y hombres en su imperfección y en
su vulnerabilidad.”

Aura Medina De Wit

AURA MEDINA DE WIT

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